miércoles, 2 de octubre de 2013

No me gusta Sófocles

Los filoarqueólogos freedonios han encontrado en unas viejas ruinas griegas esta entrada de un blog sobre el estreno de Antígona. Se trata de un valiosísimo documento que abre nuevas perspectivas sobre el proceso de recepción estética en el siglo V a.c. de la Grecia clásica. En nuestro constante empeño por difundir los avances de la investigación freedonia la transcribimos literalmente.

(Nota de los filoarqueólogos: las imágenes no se encontraron junto al blog, sino que las ha introducido el buen gusto de nuestro Ministro de propaganda. Las fotos originales, desgraciadamente, se han perdido.)


No me gusta Sófocles.

¿Qué le voy a hacer? De verdad que lo he intentado y me lo han recomendado e incluso he coincidido con él no sé cuántas veces en el ágora a lo largo de estos años… No puedo; es superior a mis fuerzas. Desde la primera vez, miren lo que les digo, desde que venció a Esquilo con aquel sinsentido sobre padres e hijos, cuando profeticé que el público de Atenas sería demasiado inteligente para mantener a este llorón en cartel.

Me equivoqué respecto a nuestro público.

Comienzo así esta crítica para explicar que lo que vendrá a continuación tiene mucho de que los dioses no han permitido que Sófocles y yo nos entendamos. Yo soy, qué le voy a hacer, un hombre creyente y un hombre de la polis. Tengo clara mi postura y sé cuáles son mis ideas. Puedo ser tan moderno como cualquiera, pero cuando el «ser moderno» implica que no se sabe qué decir ―como en el caso de esta Antígona― es que algo falla en el autor.

¿Quién es Sófocles? ¿Qué piensa Sófocles? ¿Podemos a partir de lo que vimos ayer entender qué quiere para Atenas este hijo de Colono?

¿Cómo está sirviendo a los dioses, si sólo hace crecer la duda y la desconfianza entre nosotros?

Le he dado muchas vueltas a este asunto y he llegado a la conclusión de que fueron varios principios los que me molestaron en el estreno de Antígona de ayer. No obstante, todos se centran en lo mismo: la falta de personalidad del autor, quien por agradar a todos terminó por no definirse en nada.

Analicemos la representación.

Ante todo, que Creonte fuera el bueno y a la gente eso le encantara. No se ha dado cuenta nuestro «tan ilustrado público» de que cuanto habla Antígona es igual de válido que lo que habla Creonte y que lo que está creando es un problema sin solución. Que le haya dado el papel de Creonte a uno de los actores más conocidos de Atenas, por quien el público siente verdadera devoción, no ha ayudado tampoco. ¿Así se solucionan las cosas? ¿Como no he conseguido definir una postura en mi texto lo arreglo mediante el star system? Así no se hace el teatro, señor mío.

No en vano ayer nos sumergieron en un espectáculo de sonido ―¡¿cómo pueden sonar tanto unos coturnos sin que se apaguen las voces de los actores?!―, diseño ―debo reconocer que las máscaras y los trajes cumplieron bien su labor― y gratuidad. Muchas veces durante la obra sentí cómo se me erizaba el pelo debajo de la túnica, lo cual me lleva a dudar del fondo intelectual del montaje. Ayer sólo hubo emoción, tensión, incertidumbre (incluso yo casi olvido que me sé de memoria la historia)… En suma, carnaza para el público ignorante.

Eso podría haber conseguido ―al menos, ¡¡ojalá!!― que se me hubiera olvidado el texto, ya que lo literario parecía sólo un pretexto para el deslumbramiento escénico. No fue posible. El texto es el teatro y el teatro es el texto. Y aquel texto me contaba la misma historia de siempre, como tanto le gusta a Sófocles, y encima mal. A mí, de verdad, esto de ir al teatro y saber ya qué va a pasar… Será muy moderno, muy religioso, muy político, muy anankáquico… No lo niego, pero a mí… Como que no.

Sobre todo porque este texto busca la lágrima fácil: una especie de conmoción en el espectador, que no sabe si sentir temor o sentir compasión ante lo que ve y, confuso como está, sólo puede reaccionar como masa informe. Es como si representáramos una obra sobre el amor de dos jóvenes en un barco que se hunde. ¿Para qué querrías más? No haría falta ni autor ni nada.



¿Quién tenía razón ayer? ¿Creonte? Al fin y al cabo, es cierto que defendía la polis, no lo voy a negar. Pero ¿qué pasa con Antígona? A mí me cayó bien: fue el único personaje que se salvó ayer en este despropósito. Llevo dos días de discusiones con amigos sobre el tema y esta noche seguiremos con ello durante el banquete, que por cierto he pedido que se hable del amor, para sacar el tema; lo mismo en la columna de mañana transcribo el diálogo.

¿Hay algo más grande que el amor? Y Antígona es amor, es familia, es una mujer como deben serlo las mujeres griegas. Yo habría escrito la obra de otro modo del todo diferente, insistiendo en esto, y eso es lo que me molesta. No alcanzo a entender cómo un libertino como Sófocles ha sabido retratar tan bien la esencia de la familia ateniense, alguien cuyo propio hijo Yofonte ―el que no es meteco, por cierto, el que ha sabido sobrevivir― intenta ahora demostrar lo que algunos veíamos desde hace ya años: que su padre está loco sin remedio. ¿Alguien se ha fijado en cómo ha hablado Sófocles de su propia vida a través del coro? ¿Acaso olvida que el teatro debe centrarse en lo que debe centrarse: el mensaje sobre la familia y sobre los dioses y cómo vincularlo todo con la polis? ¡Qué engañados ha tenido Sófocles, autor de folletines, a los atenienses!

El colmo de los colmos fue el comentario de un tal Nicómaco, un comerciante macedonio que estaba ayer de paso por nuestra amada polis y que afirmaba que lo interesante de la obra era que todos tenían razón. ¡¿Cómo van a tener todos razón?! Eso ya no es ni moderno, sino que va más allá de lo moderno, sería incluso «postmoderno», si se me permite la gracieta. En fin, ¿para qué dedicarle más tiempo a esto?




Sí me gustaría destacar al menos el momento en que todos salieron de negro por la muerte de mi Eurípides querido. En este sentido, la representación de ayer fue un doble funeral, pues no sólo perdimos a una persona única y entregada, que sabía muy bien qué era teatro. No, además certificamos con ello que el teatro está definitivamente en crisis. Los experimentos facilones de Sófocles, a quien el público se entregó sin discusión ―no estaría de más averiguar cuántos metecos había entre ellos―, delatan la muerte del teatro, superado sin remedio por lenguajes más modernos como las charletas mayéuticas o las nuevas corrientes musicales.

El teatro ha muerto. ¡Viva el teatro!