Fue mi maestro en muchas cosas y por mucho que intento recordarle
como un buen amigo, una y otra vez solo me sale el maestro.
Jamás fue profesor mío.
Le conocí ya jubilado, teniendo ya más años que los que tenía.
Leí mucho, muchísimo
suyo, pero solo una mínima parte de su odisea enciclopédica. Y me gustaban sus
ensayos, especialmente conociéndole en persona. Tenía una mente lúcida. Joder,
tenía una mente jodidamente lúcida. Pero, a pesar de lo mucho que le he citado
y le he tenido en mente, no es lo que escribió la razón por la que le considero
un maestro mío.
Me lanzaba muchas perlas,
algunas (las mejores) malintencionadas, pero tampoco aquello representó su
verdadero magisterio. (Aunque debo admitir que cambió con ellas muchísimas de
mis maneras de pensar.)
Nop. No fue todo eso por
lo que le consideré mi maestro, sino por su manera de reírse diciéndome (con
ojillos de niño con caramelo): «Sí, está bien, está bien...» y acompañar mi
discurso con una addenda fractal mucho más profunda e irónica.
De acuerdo, ante todo se
habría burlado con esto que acabo de escribir de la «addenda fractal».
Aborrecía la pedantería (aunque adoraba las palabras y recuperarlas y salvar
las poco usadas) casi tanto como aborrecía la postmodernidad. Y eso que cuando
yo conseguía pillarle con un relativismo iluminado, sabía reconocerlo con un
«Sí, está bien, está bien...» y esa sonrisa abierta. Pero adoraba la vieja
escuela y leer mucho y profundizar mucho en los textos y conocer el pasado y su
relación con el presente y dejarse de relativismos.
No era más que un viejo
rojo, ateo, anti-español y literato. Era un escritor.
Lo que aprendí con esa
sonrisa fue, al final, que hay un placer enorme en cierta forma de sentarse a
charlar, riéndose de todo, y profundizar así de verdad. Sin ser nunca demasiado
serios.
Renegaba de los
filólogos, aunque adoraba la filología. Detestaba basar el estudio de las
novelas en la acumulación de datos y datos, aunque se exigía a sí mismo
conocerlos todos antes de empezar el verdadero estudio.
Se consideraba un
sociólogo de la literatura y era, en realidad, un marxista de la literatura que
defendía que Marx había sido muy mal profeta.
Me enseñó la gran clave
sobre el Lazarillo, que repito una y
otra vez en mis clases y que nadie ha entendido más que quienes le han
escuchado. Una asquerosa novela, este genial Lazarillo. ¿Entonces no es una obra maestra, Juan? Sí, está bien,
está bien... Pero el que la escribió era un tío despreciable.
Y publicó la mejor
edición del Quijote que existe.
Y su casa era una
biblioteca maravillosa, que contenía (contiene) todo lo que aprendí a odiar
tras estudiar Hispánicas en la Complu, contagiado por mi pasión por la teoría
de la literatura. Y en su casa me daba cuenta, al visitarle, que debía leer
todos esos libros, que no era digno de hablar ante él sin haberlo leído, sin
volver a hacerme filólogo. Y que los disfrutaría.
Recuerdo a Juan llamando
«ese cabrón» a mi adorado Unamuno y al (cabrón, sí, cabrón) genial Quevedo. Él,
más que nadie que haya conocido, ha sabido mirar a los ojos a los escritores
muertos, hablar de ellos como tíos a los que conociera en persona. Para él, la
muerte del autor no era suficiente muerte para aquellos que intentaron ponerse
por encima de los demás, defender a la puta España (que saltó, como siempre
decía, de la Edad Media a la postmodernidad sin pasar por su adorada
modernidad) o mantener tradiciones, supersticiones y jerarquías.
Y me presentó a mi ya
grandísimo amigo Daniel, que le quería como a un padre a pesar de ser su hijo,
y que acaba de darme la noticia. Puta mierda.
Juan creía en la gente en
la que cabía creer. Renegaba de las instituciones, de los hipócritas, de los
trepas, de los retorcidos, de quienes no tenían principios y, sobre todo, de
los ignorantes que pretendían dirigir el mundo. Juan era demasiado culto para
todo.
Tenía 85 años. 4 de
agosto de 2014.
Y era demasiado culto
para la muerte, a la que esperó con serenidad. Él, un amante de la vida, un
enemigo de la muerte y, por tanto, de España (la gran amante de la muerte a
través de todas sus religiones, sus cuadros, sus novelas, sus poesías, sus
tradiciones, sus gobiernos...).
Para él, había tantas
cosas que eran una mierda... Pero siempre las explicaba con una sonrisa.
Aunque, antes que tanta profundidad, siempre me preguntaba más interesado que
en cualquier otra cosa: «¿Cómo te va? ¿Eres feliz? ¿Qué tal con las mujeres?
¿Qué tal en la universidad? No te quieren allí, ya te lo digo.» Todas esas
preguntas que ya casi nadie hace a otra persona, por amigo que sea. Esas eran
cosas que le importaban.
Juan fue mi maestro en la
camaradería intelectual. Por eso nos decíamos Daniel y yo que seguirá
echándonos la bronca desde sus libros, como siempre, por amar tanto los comics,
las series y todas esas cosas que tan poco le interesaban.
Porque de él no queda más
que eso: la camaradería intelectual. Se encuentra en otra semiosfera. Pero eso
son solo significados, sin nada real en ellos.
No queda más que el
recuerdo. No queda nada de él.
Y esa es la verdad que él
querría que tuviéramos presente hasta el tuétano. Que no hay un mañana.