I
Resulta muy difícil
determinar una única característica que destroce completamente un relato, que nos
haga considerar que un libro es muy malo sin posibilidad de redención. Por otra
parte, cuando un libro es bueno se aprecia sin problemas o, mejor aún, cuando
nos ha entusiasmado no hay demasiadas dificultades para explicar por qué.
Es decir, si una cantidad
importante de críticos defienden la calidad de cierta novela, suele coincidir
con la apreciación de algún tipo de estructura, de la plasmación de un conflicto,
del tratamiento de un personaje... que expresa sensaciones o conceptos de una
fuerte connotación. Se puede señalar a partir de lo que cierto elemento puede despertar.
Connotaciones hay ilimitadas, según además el tipo que tratemos: «universales»,
culturales, nacionales, locales, grupales... Dentro de esos subgrupos existen
millones de posibilidades.
Así que, por mucho que a
ciertas personas sin conocimientos teóricos les parezca que los críticos pueden
ponerse de acuerdo para alabar un libro por mero postureo, esto suele resultar
bastante inusual. Si varios críticos se ponen de acuerdo en alabar un libro
suele ser realmente por un elemento o varios que es lícito destacar. No existe
una «consciencia colectiva» de la crítica en la cual todos y cada uno de los individuos (algunos de
ellos inteligentes) se traguen una porquería de novela solo por aparentar.
¿Habrá alguno que lo haga?
Lo mismo. ¿Quién sabe?
Quince, ya te digo que
no.
Una obra maestra, una vez
detectada, muestra por qué lo es. El crítico puede hacerte mirar en tal o cual
dirección. Te gustará o no. Te despertará connotaciones o no. Pero podrás
identificar los motivos que han llevado a destacarla sobre el resto.
Dicho de un modo
sencillo: es fácil defender el Quijote,
Rayuela o Crónicas marcianas si se tiene el tiempo suficiente y los
conocimientos necesarios. Bueno... Hace falta un tercer factor: las ganas de
escuchar que tenga el lector. Un lector que se niegue a aceptar por sistema,
expliques lo que expliques, tiene activados mecanismos de defensa que, con
bastante seguridad, nada tienen que ver con la obra en sí. A ese dará igual el
argumento que le des. Ha decidido que no, por los motivos que sean, y le dará
igual que la gente disfrute ese relato, que se le encuentren verdaderas
genialidades... El sordo te tildará de «ignorante», «pretencioso» o «iluminado»
antes que aceptar algo que otros ven en la obra, pero él no.
II
Es evidente que una obra
puede «perder» su calidad con el tiempo. No es que la obra fuera mala. Es que,
como defendía Hans Robert Jauss, no ha conseguido emanciparse del contexto
donde funcionaba. En este sentido, las obras no son mejores o peores porque
resistan el paso del tiempo. Lo son porque en un determinado momento (que
pueden ser siglos) a determinadas personas les despiertan connotaciones. O,
mejor dicho, cualquier novela puede ser una genialidad hoy y una mierda mañana.
Depende de la actualización que se haga de la obra.
¿Y el lenguaje?
Aaaah...
El lenguaje...
Supongo que quien alega
eso se referirá a la sonoridad de las palabras unidas entre sí, a ciertas
combinaciones sintácticas que suenan bien.
Ante todo, recordemos que
«el lenguaje» va mucho más allá de lo que pone en un papel.
Pero hablando de esa
sonoridad sin entrar en lo que de verdad es el lenguaje... En fin... Hay escritores
que sonarán siempre bien si se conoce el dialecto de su tiempo. Serán obras
maestras formales, seguramente. Pero la literatura no es forma exterior. La
literatura es la fusión de forma exterior y forma interior.
Ejemplifiquemos: un poema
de Campoamor puede estar trabajadísimo sonoramente y soportar fatal el paso del
tiempo:
El busto de nieve
De amor tentado un penitente un
día
con nieve un busto de mujer
formaba,
y el cuerpo al busto con furor
juntaba,
templando el fuego que en su
pecho ardía.
Cuanto más con el busto el cuerpo
unía,
más la nieve con fuego se
mezclaba,
y de aquel santo el corazón se
helaba,
y el busto de mujer se deshacía.
En tus luchas ¡oh amor de quien
reniego!
siempre se une el invierno y el
estío,
y si uno ama sin fe, quiere otro
ciego.
Así te pasa a ti, corazón mío,
que uniendo ella su nieve con tu
fuego,
por matar de calor, mueres de
frío.
Ramón de Campoamor
Por el contrario, Kafka
no era un trabajador del lenguaje a la altura de Alejandro Casona, pero desde
luego sus temas conllevaban muchísimas más connotaciones y más profundas, en
general, que las del dramaturgo español.
Sin psicología; sin
política; sin economía; sin problemas de pareja, de familia, de amistades; sin
filosofía; sin una buena cabeza cortada; sin una excitante escena de sexo; sin
el recuerdo de una canción, de un viaje; sin intertextualidad; sin naves
espaciales; sin al menos alguno de esos u otros muchos elementos, sin ti, por
muy armoniosa que sea la unión de palabras, no hay poesía.
La literatura habla de
algo y la forma lo construye y lo altera, pero porque trata de algo. Ya
sabemos: no hay forma sin fondo ni fondo sin forma. No se trata solo de que «suena
bien».
Y ahí está el problema.
Un texto aparentemente
mal escrito, sin armonía, puede parecernos hoy un asco y mañana una obra
maestra, cuando profundizamos en su forma interior y, por consiguiente, en lo
que es.
He aquí el problema de
que muy pocos críticos podrían haber profetizado el éxito de Harry Potter entre
los niños de doce años. Su fuerza estaba más allá de las palabras.
Eso nos lleva a los
críticos a una posición complicada: la falta de métodos rigurosos con los que
juzgar matemáticamente la calidad de una obra para mal.
¡Cuidado!
¡Insisto!
Sí disponemos de métodos
para explicar las excelencias de una obra: un juego de espejos estructurales,
una nueva manera de entender Freedonia y su historia, un uso de los adverbios para
describir personajes como jamás se había hecho... Simplemente, con la
estructura y el lenguaje más simples del mundo, completamente atado a su
tiempo, un cuento puede unirnos la monarquía, el Mundial de Brasil 2014, los
memes de todo ello y cierta canción de moda, y plantarnos ante un magnífico
relato. Dependerá de la forma, ¿qué duda cabe? La literatura la hace la forma,
pero esta, sin el golpe con la realidad, no es nada.
Por eso me cuesta tanto
escribir sobre malas novelas. Recuerdo que no hace mucho alguien me pasó una
novela española de fantasía heroica para que opinara sobre ella. Algunos
colegas estaban entusiasmados y, verdaderamente, la novela se vendió bastante
bien. Yo no pude acabarla, porque todo me resultaba demasiado ajeno. Para
disfrutarla, necesitaba zambullirme en ese género. Aunque es cierto que las
obras son buenas o malas independientemente del género, conocer bien cada
género es imprescindible para ciertos niveles de disfrute. Y yo no conocía bien
la fantasía heroica, más allá de algunos coqueteos que realicé hace ya
demasiados años.
¿Qué hubiera ocurrido si
me hubieran dado esa obra para estudiarla y escribir una reseña nada más salir?
Pues, sin parecerme mal escrita, la verdad es que no le vi ningún interés. La
habría puesto verde, si no hiciera antes cierto ejercicio de humildad y
empatía.
¿Me equivoco yo como
crítico?
Sin duda. No habría
sabido reproducir esa experiencia que a ciertas personas les había llevado a
disfrutarla.
¿Implica toda esta
reflexión que si me lo explicaran bien me gustaría?
En absoluto.
Implica que si me la
explicaran bien tendría más posibilidades de que me gustara, pero, aunque entendiera
cada una de sus virtudes, podría no gustarme.
No me gusta escribir
críticas de malas obras, aunque lo he hecho y seguro que me caerá seguir
haciéndolo. A menudo, me cuesta entender por qué tal obra de repente hace
sentir connotaciones maravillosas a ciertas personas. Por ejemplo, no puedo con
China Mieville. Me parece un coñazo y un tío bastante poco interesante. Su
«desbordante» imaginación me atrae más para un cuadro o una ilustración que
para una novela, la verdad. ¿Significa eso que considero ignorante a todo aquel
a quien le guste? No a todos. (Solo a alguno; pero no por Mieville, claro.) Si
me preguntáis con una par de cervezas de más, podré deciros todos los elementos
que me parecen infumables de sus novelas. ¿Creo que sus admiradores están
equivocados? Me falta información para eso. Lo disfrutan. Si algún día analizo
sus novelas, tendré que averiguar por qué lo disfrutan.
III
Llego entonces al meollo
de la cuestión, que verdaderamente me interesa: ser consciente de todos estos
planteamientos me ayuda a disfrutar ciertas novelas que ni son obras maestras
ni desastres absolutos. De lo contrario, supongo que me convertiría en un
pedante alterado por tantas y tantas teorías que sé aplicar a una novela y,
francamente, acabarían por gustarme solo las obras maestras.
Pero no es así. Leí hace poco Marte rojo, de Kim Stanley Robinson, y se me vino abajo. No le encontré prácticamente ningún valor formal. Y, sin embargo, la disfruté.
La disfruté mucho.
¿Por qué?
Pues imagino que por los mismos motivos que quienes la disfrutaron: en primer lugar, por el sentido de la
maravilla de la novela, centrado en circunstancias atípicas que me habría
encantado vivir.
Pero ni de coña esto me
habría gustado tanto si no lo hubiera empezado en el avión, camino de un
seminario en Polonia al que no me apetecía demasiado asistir (por obligaciones
en Madrid y tal...) y que luego disfruté mucho por la compañía y por la propia
ciudad de Poznan. Marte rojo me
permitió en aquel momento distanciarme enormemente de todas las cosas que tenía
en Madrid.
Hay un tercer
factor. También me empujó mi deseo de desarrollar, de entender una obsesión que tengo últimamente: la
relación entre la verdad científica, la construcción ficcional de toda verdad,
la realidad, la verdad humanista y la verdad poética. ¿Es la mejor obra para
ello? Ni idea. Seguramente no. Para mí lo fue en ese momento.
Sin embargo, casi todos los
personajes eran una mierda.
Y el argumento.
Y, joder, qué mala era la
estructura...
¿Qué más me daba? Había
allí algunas connotaciones universales, algunas culturales y muchísimas
personales que se unieron para obsesionarme con la lectura y, a la vuelta,
comprarme los dos volúmenes siguientes. De hecho, he parado un momento de leer Marte verde para escribir este pequeño
texto.
Seguro que en otro
momento, si me hubieran encargado la crítica de Marte rojo, habría dicho que era una mierda o, directamente, me
habría negado a escribir la crítica porque habría dejado el libro a las
cuarenta páginas.
La crítica es un
ejercicio de humildad (porque no sabes todo lo que puede hacer que una obra se
disfrute y porque a veces estás demasiado implicado), un ejercicio de
autoestima (porque debes fiarte de tus conocimientos y de tus impresiones) y un
ejercicio de amor (porque debes ayudar a disfrutar a un desconocido). Y además
es un ejercicio científico, pues debes partir de hechos y acercamientos
objetivos que otra persona sea capaz de reproducir. Les digo siempre a mis
alumnos que recuerden esos cuatro factores cuando vayan a escribir una crítica
sobre una obra.
Hay muchas horas en la
vida de una persona dedicadas a escribir una novela, dirigir una película,
montar una obra teatral, pintar un cuadro. Se merecen el respeto de una segunda
reflexión y una tercera y una cuarta. Se merecen que dejemos un poco de lado
nuestro ego. Se merecen no ser insultadas, despreciadas, utilizadas como
desahogo contra el mundo.
Y, como crítico, mereces
disfrutar hasta la peor obra literaria si se dan el caso, las circunstancias,
la compañía. Si la vida te ayuda un poco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario